La Ciudad de México es un lugar de contrastes cotidianos. Se
trata de una de las urbes más concurridas y heterogéneas del mundo, por la cual
han pasado 3 civilizaciones desde su fundación y que sin embargo,
misteriosamente, cuenta con una vitalidad y un aire jovial admirables.
Se pueden encontrar ruinas prehispánicas a pocos metros de
modernos rascacielos; grandes centros financieros junto a colonias con plazas y
mercados que nos remiten a los pueblos más pequeños; la opulencia más despilfarradora
y la miseria más indignante; todo esto hace del espacio urbano un campo
interesante para vivir y para convivir.
Después de casi 6 años aquí puedo asumirme como un chilango
feliz. Desde que llegué he sido testigo del rescate al espacio público en
distintas zonas de la ciudad, la migración de muchas personas del norte ante el
problema de inseguridad en sus regiones, el comienzo de operaciones de
distintas líneas y medios de transporte, la construcción de segundos pisos, las
manifestaciones por Reforma, algunos temblores destacables y muchos momentos
cotidianos que te sacan una sonrisa o una mueca.
La ciudad de los palacios es también la ciudad de las
marchas y al mismo tiempo la ciudad de las cantinas. Es polifacética, siempre
se puede encontrar todo, lo bueno y lo malo, lo inclasificable. Las tendencias
más bizarras encuentran un lugar aquí.
Y es precisamente este exceso de estímulos el que me motiva
a seguir viviendo en esta ciudad, la cartelera cultural es impresionante, con
muy poco dinero se puede hacer mucho. He comprobado que se pueden poner en
práctica muchas de las ideas de movilidad y ciudadanía con las que comulgo.
Si no quiero quedar atrapado en un atasco, tomo el
transporte público, si el metro está a reventar, me entretengo con los
vendedores o con los carteles publicitarios. Ya que llegue a mi destino podré
seguir reflexionando y quizás escribir a cerca de las mafias de productos
pirata o las pocas nociones de diseño en los carteles.
Lo mismo me ocurre en mis ratos de ocio, hace mucho tiempo
que dejé de asistir a lugares por compromiso, teniendo tantas opciones soy
capaz de elegir qué escuchar, qué ver y qué probar. Cada fin de semana es una
aventura, de hecho las coincidencias más grandes de mi vida me han sucedido
aquí, en una ciudad de más de 20 millones de habitantes. En varias ocasiones lo
he dicho: El DF es un ranchote. Conserva cierta inocencia, algo provinciano que
no se va.
Y para vivir en una ciudad medio ingenua nada mejor que
conservar la capacidad de sorprenderse, de enamorarse de detalles y de aceptar
la condición de inferioridad ante la urbe desastrosa que al final del día
funciona.