En México, desde que estudiamos
geografía en la primaria, aprendemos que nuestro país está ubicado en
Norteamérica. Con el tiempo se van sumando argumentos: tenemos un Tratado de
Libre Comercio de Norteamérica; en el futbol existe un clásico norteamericano
contra los estadounidenses; nuestros cineastas dan sermones en los Óscares y
sus turistas se broncean en nuestras playas; vivimos el sincretismo del Mc Burrito
y el Taco Bell; nos convencemos de que al menos, en cuestiones pop, formamos parte de la misma región.
En otras partes del mundo la
apreciación es diferente. En Europa, por ejemplo, la mayor parte de la gente
ubicaría a México en Sudamérica o quizás, en un ambiente académico señalarían
el centro del continente para describir la ubicación geográfica de nuestro
país. Hace muchos años acepté esa discrepancia, pero cuando tengo que referirme
a nuestra región prefiero hablar de América Latina. Si la persona con la que
dialogo insiste en discutir de demarcaciones, le aclaro los puntos del primer
párrafo.
Hace trece años, mientras
estudiaba la secundaria en Barcelona, un profesor intentó explicarme por qué en
su clase de geografía aprenderíamos que México estaba en Sudamérica. Me lanzó
varias preguntas: ¿En México habláis español o inglés? – A lo que yo respondí,
español. – ¿Y sois un país desarrollado o en vías de desarrollo? – Le contesté
que la segunda opción. – Para rematar con un argumento weberiano me preguntó:
¿Sois católicos o protestantes? – Escondiendo mi agnosticismo porque el colegio
era de monjas, le dije que éramos católicos.
Las preguntas del profesor fueron
como una llave mayéutica que no dejó espacio a dudas. Todo el salón, incluido
yo, aceptamos que América estaba partida en una mitad anglosajona y
desarrollada, y otra que hablaba lenguas romances y le echaba ganas a su
economía. Sin embargo en ese argumento se escondían muchos indicios
eurocentristas: ¿El desarrollo económico definía la pertenencia a una región?
¿Norteamérica hablaba inglés y Sudamérica español? Al profesor se le habían
olvidado Québec, Belice, las Guyanas, Brasil y muchas islas suspensivas.
Si existe algo que homologa al
continente no son idiomas sajones o latinos, sino lenguas indígenas. En el caso
específico de Norteamérica resulta interesante que hasta hace relativamente
poco el suroeste de Estados Unidos hablaba español y Alaska ruso. Muchas ciudades
de Louisiana y sus estados vecinos se pronuncian en francés, incluso existe una
cultura cajun francófona (que también come y canta en este idioma). De ahí
podemos saltar hasta Canadá, donde el francés es co-oficial, se habla en una
buena parte del país y se aprende en las escuelas.
El español, por su parte, le da
nombres a muchas ciudades y ciudadanos estadounidenses. De hecho nunca se dejó
de hablar, hoy en día es posible encontrar hispanohablantes en prácticamente
todos los estados de la unión. Pronto, Estados Unidos será el segundo país con
más hablantes de español en el mundo, más que Colombia, Argentina o incluso España.
Los Ángeles es la segunda ciudad con más mexicanos, delante de Guadalajara o
Monterrey. El país más rico del planeta es prácticamente bilingüe y más que
renegar de ello, debe de ser motivo de orgullo.
Norteamérica no es homogénea ni
habla sólo inglés. Es una región muy grande, en términos geográficos y
culturales. El Caribe, Centro y Sudamérica tampoco se pueden reducir a
interpretaciones simplistas. Por eso no es justo partir al continente en dos
con argumentos que generalizan o invitan a los estereotipos. Hay una América
Latina, grande y compleja, que llega desde Tijuana hasta la Patagonia. Y hay
además varias regiones que pueden servir de guía para viajeros y estudiosos
perdidos en la inmensidad del continente.
¿Dónde está México? La primaria y
la vida me han enseñado que está en Norteamérica y también forma parte de
América Latina.