Las cantinas son espacios de ocio y esparcimiento, de
convivencia, charla y borrachera. Son lugares casi sagrados en los que se
encarnan muchos mitos de la mexicanidad, sitios que han visto desfilar a
políticos, burócratas, artistas y personajes que hacen de esta ciudad un lugar
más interesante.
En una cantina no puede faltar la música, ya sean tríos de
boleros, guitarristas solitarios o rockolas traga-monedas, la bebida y el baile
siempre van de la mano. Otro aspecto importante es la comida, porque la gastronomía
cantinesca raya en lo elegante y en lo callejero; bien se pueden probar platillos
elaborados que riman con la opulencia de los viejos palacios capitalinos, como
botanas y frituras para aguantar el hambre en los momentos más decadentes del
día.
Al igual que en el ejemplo gastronómico antes mencionado, el
ambiente de la cantina oscila entre dos polos. Las terribles diferencias de
clases en México se concilian aquí, con un caballito de tequila o una bola de
cerveza de barril. Desde la cara más honesta y melancólica del alcoholismo hasta
la presencia de curros y catrines; del balazo de Pancho Villa en el techo al
trago de tequila de los expresidentes de la república.
Las cantinas hablan en un lenguaje difícil de codificar, las
historias son interminables, entenderlas nunca debe de ser un fin, hay que
vivirlas, hay que dejarse arrastrar, hay que construir una relación de
complicidad con su todo heterogéneo. Estar abiertos a que pase lo que tenga que
pasar.
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